jueves, 23 de julio de 2009
APOCALYPSE NOW SOBRE BUENOS AIRES.
La última invasión de Buenos Aires. Cuento apocalíptico, por José Pablo Feinmann
Publicado en Página 12, suplemento 75 de Peronismo, filosofía de una obstinación argentina)
Corre el mes de mayo de 2014. La crisis del capitalismo ha herido, no de muerte, pero malamente al culto país del sur, Argentina. La miseria está en todas partes menos en la orgullosa ciudad de Buenos Aires, siempre de espaldas al resto del país, por historia y convicción. La brecha entre pobres y ricos se ha ensanchado. Hay, sobre todo en la populosa banlieue de la ciudad de aires parisinos, millones de pobres de toda pobreza. La delincuencia –luego de llegar a niveles alarmantes– ha sido combatida. Pero aún falta. El Congreso ha dictado finalmente la Ley Giménez. Rige la pena de muerte en el país. La imputabilidad llega hasta los 13 años. La policía ha duplicado sus efectivos y ha modernizado sus armas de represión. Hay toque de queda a las 22. Todo edificio de clase media, clase media alta y clases adineradas, tiene dos porteros y cuatro agentes de seguridad armados hasta los dientes. En la provincia de Buenos Aires se han alzado muros en todo lugar en que se consideró necesario. La ciudad de Buenos Aires está cercada por uno alto y hecho con un nuevo material, de reciente aparición en Francia (porque los inmigrantes sin trabajo, casi todos musulmanes indeseados, desdeñados, ya han incendiado dos veces París), que resiste más que el cemento. Los countries tienen alambres electrizados e incontables guardianes con Itakas ultramodernas. Sin embargo, los delitos continúan. Se sabe que hay hambre más allá del mundo de la seguridad.
Un empresario petrolero (nuevo gran negocio que se ha emprendido en el país con capitales chinos, venezolanos y estadounidenses) detiene su coche junto a la banquina, baja y se pone a orinar. Aparece un negrito y entra velozmente en el coche. El tipo dejó la llave puesta. Todo fácil para el pibe. Arranca y sale velozmente. Inútil. El tipo cierra su bragueta, sereno. Saca una Browning que le enviaron esa mañana de una fábrica que trabaja para el Pentágono. Apunta cuidadosamente y dispara. El coche se detiene y se oye la bocina. Igual que en una película de Polanski, Chinatown. El tipo, que es licenciado en Dirección de Empresas Transnacionales y en Informática de Inversiones Globalizadas, que es jerárquico hasta casi la cumbre en su multinacional, se acerca a pasos lentos hasta el auto, abre la puerta y el pibe cae. Presumiblemente tendría que tener un balazo en la nuca. No, acaso el petrolero aún no se ha acostumbrado a esa nueva Browning. El pibe está herido en el hombro. Feamente, pero vive. “Si te movés, te reviento”, le dice el petrolero. Saca su celular y llama a la policía. Pero el pibe, con asombrosa velocidad, le clava una sevillana en el estómago. El tipo no lo puede creer. Cae sobre el asfalto. El pibe da un salto, le quita la Browning y lo quema de nueve balazos. Se lleva el coche.
Lo agarran a los dos días. Gran indignación nacional. Los medios, fuera de sí, exigen la aplicación de la Ley Giménez. Opiniones de todos los sectores del cuerpo de la nación. El escritor León Aguininsky dice: “¡Pobre patria mía, esto no se tolera más!” Chechi Gelberg: “¿Qué hicimos los argentinos para merecer esto? Como dice Ceci Giménez: ‘El que mata debe morir’. Y se acabó. ¿Que tiene 13 años? ¿Que es un niño? Un niño sano se entretiene viendo tele. A Tinelli o a mí. O una serie. 24 o Dexter. Pero no anda asesinando figuras prominentes de la sociedad. Gente se equivocó, es cierto. Y lo reconocí. Pero hoy no. Hoy no podemos equivocarnos. O nosotros o ellos”. La venerada señora del país, su gran dama, Martha Lestrand, opinó: “Ay, qué feo. ¿Quién es ese chico? Yo estoy contra la pena de muerte. Pero a favor de la justicia. Y la justicia es ajusticiarlo”. Pero la más enfurecida es la vanguardista de la pena máxima. La que consiguió que el Congreso dictara la ley que lleva su nombre. La que inscribió en los frontispicios de la eternidad la frase: “El que mata debe morir”. Que algunos –como el rabino Bernstein– ya proponen poner en los mandamientos en lugar del arcaico No matarás, débil, inservible, flojo como Jesús, que así terminó de bondadoso que era. Ceci Giménez, la diva, cuyo peso ha subido como su odio, está (en fin, está llegando a los 120 kilos), sin embargo, feliz. Al fin se aplicará su ley. Se ha optado, en el país, por la guillotina. Si los militares, para terminar con la subversión, esa forma infame de la delincuencia, ese azote que deterioró nuestra democracia, acudieron a la doctrina francesa de contrainsurgencia, ¿cómo no acudir al gran invento del señor Guillotinne?
El rabino Bernstein dijo que el Dios de Israel ordenó a Abraham matar a su hijo. Que mató a toda la humanidad con el diluvio universal. Que hizo sufrir horriblemente a su pueblo en Auschwitz y ninguna muerte lo conmovió. De haber sido así, alguna habría impedido. ¿Quería acaso que en esos campos su pueblo aprendiera a matar? Sus designios son inescrutables para nosotros, pero ningún dios le ha hecho asco a la muerte. Ni Alá ni su profeta Mahoma. El periodismo sigue enardecido. Pide ya la condena para el pibe ladrón de autos. O del auto del petrolero multinacional e inversor informático globalizado. Llega el día. El pibe se llama Aníbal Torres. ¡De pronto, Crónica y Perfil se destapan con una noticia espectacular, definitiva! ¡Aníbal Torres es boliviano! ¡Pertenece a esa raza maldita y oscura que viene a nuestro país a robarles el trabajo a los nuestros, que igual no lo tienen porque no hay! ¡Muerte, muerte al boliviano! ¡Que nunca más un boliviano mate a un argentino de bien! Horacio Verbitstern, en Página 12, revela que el empresario petrolero no era argentino, sino texano, socio de Bush. Que visitaban juntos el campo de concentración de Texauschwitz, en los límites de Texas, donde tienen alojados, en condiciones miserables y sometidos a horrendas torturas, a 3000 supuestos terroristas islámicos. Desde el asesinato de Barack Obama, que pocos lamentaron, estos campos han florecido en Estados Unidos y en todo el mundo. Pero, ¡se está ganando la Guerra contra el Terror! (Oliver Stone ha prometido su film sobre el asesinato de Obama. Dice que, en este caso, no hay ninguna “bala mágica”. Pues lo reventaron de treinta y cinco balazos mientras comía un hot dog en Queen’s junto a unos negros de mierda, o african americans pero de mierda también.)
De modo que la revelación del llamado “perro” Verbitstern sólo logra enfurecer más a la opinión pública, que, dicen algunos, poco tiene de “pública” sino todo de “privada”, pues es el exacto resultado de tres empresas que concentran en sí todos los medios de comunicación y –por medio de un bombardeo incesante de “informaciones” que responden a sus intereses y a los de la parte sana de la sociedad, la que vive protegida de la barbarie excluida tras los muros o eliminada por las fuerzas de la ley– construyen a su antojo la “opinión” de sus oyentes, especialmente la del gremio de taxistas habituados, desde hace largo tiempo ya, a decir sus opiniones políticas, sociales y económicas –que creen “suyas” pero son palabra por palabra las de los medios que escuchan– a sus pasajeros que, de acuerdo o no con ellas, las escuchan pacientemente, pues el Ministerio de Seguridad ha informado que todo tachero argentino dice la verdad, que su palabra es ley y contradecirlo un delito. Al optar parte de la ciudadanía por viajar en transportes públicos –atemorizada de hacerlo en taxi y soltar alguna opinión imprudente como: “Los bolivianos son latinoamericanos como nosotros” o, la peor de todas, “Al delito se lo combate con trabajo y educación”–, el Ministerio de Seguridad ha infiltrado esos transportes con “sérpicos” de todo tipo, desde lisiados hasta falsos epilépticos, que se ponen a dialogar con los pasajeros tal como los taxistas, razón por la cual el peligro sigue siendo el mismo, o peor.
En los colegios primarios se han eliminado todos los métodos modernos o posmodernos de enseñanza. Los niños aprenden a leer con las lógicas y elementales palabras sagradas: ma-má, pa-pá y fa-mi-lia. Pero de inmediato continúan con: se-gu-ri-dad, de-si-gual-dad, negros- de-mier-da, pe-na-de-muer-te, Blum-berg-que-ri-do, Rico- es-mi-a-mi-go, Ceci-es-más-lin-da-que-ma-má, Ceci-es-buena, Ceci-es-fla-ca, Ceci-te-quiero, Ceci-me-ama. Sectores de la vieja oligarquía se han quejado por lo que consideran una intromisión de “Ceci” en los libros de enseñanza sólo comparable a la que gozó la difunta demagoga Eva Perón, cuya influencia fuera nefasta para la enseñanza argentina. Sus reclamos fueron desoídos.
Luego de un breve juicio (que algunos consideran la perfecta antítesis del nefasto Juicio a las Juntas que impulsara un hoy olvidado político radical socialdemócrata, o sea, comunista) el joven boliviano Aníbal Torres, de 13 años y piel persistentemente oscura, es condenado a morir en la guillotina. Sólo tres días más tarde se cumple la sentencia. El verdugo –que usa la venerable capucha negra de esos bravos que supieron, a su modo, imponer también el orden en una Argentina convulsionada– alza la cabeza sangrante del joven Torres y la exhibe a quienes presenciaron la ejecución llevada a cabo en una nueva cárcel construida dos años atrás, que cuenta con un enorme patio trasero al que, a partir de la ejecución del infame delincuente de apellido Torres, se le da el nombre de “Paraíso de la Ley, la Justicia y el Orden”. Un periodista –de nombre Mario Werfeld, de ese diario marxista y sionista más arriba mencionado a raíz de la infamia del llamado “perro” Verbitstern contra el difunto empresario víctima del bolivianito descabezado– sugiere para el “Paraíso” el nombre de “El Matadero”. Esa noche, rabiosos, coléricos cacerolazos estallan frente a su casa, situada, claro, cerca de esa zona detestada de Villa Crespo, pues los argentinos de la seguridad, por coherencia estratégica, apoyan al Gobierno de Israel –cada vez más en manos de su ala derecha, que ya no es derecha sino, más bien, única– en la lucha que, en nombre de Occidente, libra contra los apestosos terroristas palestinos, pero odian a los judíos como siempre. Mario Werfeld se asoma a su ventana y habla a la multitud, que lo escucha: “Sólo quise hacer un homenaje a Esteban Echeverría – explica–, él supo narrar en ese cuento inmortal, ‘El matadero’, la inseguridad en los tiempos de Rosas, los de la primera tiranía. Después, como todos sabemos, hubo otra”. “¿Y después?”, pregunta la irritada ciudadanía (pues las clases del orden y la seguridad no son “multitud” ni menos esa basura de “las masas”, son “exaltados ciudadanos de la República y sus instituciones”). “¿Después?”, repite, confuso, Werfeld. Y comete el error de su vida. Es sincero. Dice la verdad. “Después ustedes. La tercera tiranía. La de la puta oligarquía.” Aún se desconoce su paradero.
Entonces, sólo dos días más tarde de la decapitación de Aníbal Torres, se desencadena el Apocalipsis. En tanto los medios festejan alborozados la primera y exitosa aplicación de la Ley Giménez. En tanto Mario Gordona, reflexivamente, dice: “El joven Torres conocía ya la amenaza. Al conocerla y, sin embargo, matar, debemos inferir que algo en él, algo muy profundo, lo llevó a elegir el suicidio. Nuestra sociedad no ha matado a Aníbal Torres. El se ha suicidado”. En tanto, la sociedad opulenta de Buenos Aires se siente protegida, cuidada hasta los límites más extremos del cuidado. En tanto, todo es calma, coches cero kilómetro, torres de casi 100 pisos, inauguración de los restaurantes súper VIP de 10 tenedores, la quiebra del periódico marxista-sionista y el exilio del perro Verbitstern (preocupado por las señoras con cacerolas que le gritaban: “Verbitstern, a vos te va a pasar/ lo que le pasó/ a Werfeld”, que no rimaba pero igual metía miedo) y de otros sucios integrantes del staff de ese panfleto, judíos todos a los que el Gobierno de Israel negó el derecho de asilo aunque ninguno lo solicitó. En tanto la ciudad se llena de enormes afiches con la figura de Ceci Giménez y la sugestiva frase tanguera: Matar es un placer. En tanto el prolífico escritor León Aguininsky publica un nuevo “panfleto” con el positivo, optimista título de: ¡Hermosa patria nuestra! llegan noticias alarmantes a la ciudad. Dos millones de hombres y mujeres de tez oscura avanzan sobre ella sin que se conozca su propósito, la causa de esa decisión anárquica, levantisca. Que se empieza a sospechar no bien las radios y los noticieros televisivos informan que, al llegar al lujoso y ultraprotegido country sólo para nosotros y para nadie más, sobre todo si es negro, desarman a la custodia –que apenas si logra matar a 30 o 35 de ellos–, se comen vivos a los perros, avanzan sobre los chalets y dan caza a todos los residentes, violan a las mujeres (en especial a las más blancas, a las más rubias y a las más deseables), arrojan a los jefes de hogar contra los alambres electrizados y ríen al ver los movimientos desarticulados de sus cuerpos al freírse y los alaridos que profieren (sobre todo si lo hacen en inglés), otros varones son destripados por turbas de mujeres rabiosas, que no sólo cortan sus penes sino que los injurian al reírse de sus dimensiones, al exclamar: “El de mi negro le saca medio metro a esta porquería”, se encienden fogatas, se queman vivos a los niños y luego se los comen por considerar que esa carne debe ser más tierna que la de sus padres y la de sus “putas madres”, así dicen. Los cronistas de la ciudad opulenta consideran “preocupante” lo sucedido en el country tomado por la turba. “Si siguen avanzando –dice el ensayista, de viejo, muy viejo pasado marxista y sartreano, Julio Juan Sebrela–, estaremos ante una nueva anarquía del año ’20 o, peor aún, ante un nuevo 17 de octubre, jornada que dio origen, según sabemos, a ese movimiento fascista, populista, estatista, dictatorial llamado peronismo, que, por suerte, aún perdura porque, tal vez, los hombres rudos y bien alimentados de los sindicatos de nuestra ciudad puedan salir con sus cadenas a enfrentar a esta turba sin conciencia de clase.” Nada detiene a la muchedumbre oscura y encolerizada.
De pronto, todos ven por la televisión que el hombre alto y fornido, de torso desnudo, que marcha al frente, enarbola una pica y sobre ella... está la cabeza de Aníbal Torres. ¿Cómo la han conseguido? Nadie tiene una respuesta. Pero ahí está: es la bandera de la rebelión. Siguen avanzando. Devastan todo a su paso. Alguien lo dice desde algún medio: “Son los hunos de Atila. Por donde pasan el pasto no crece más”. El periodista Chechi Gelberg se comunica con el eminente historiador Tulio Alterio Donghin, quien se encuentra en Cambridge dictando un seminario titulado: La larga, interminable, insoportable, inexplicable agonía de la argentina peronista. “¿Qué nos puede decir de esto, profesor?”, pregunta Chechi. “Lo que dijo Vicente Fidel López cuando los caudillos federales se acercaban a Buenos Aires: ‘Se esperaba por unos momentos un saqueo a manos de cinco mil bárbaros desnudos, hambrientos y excitados por las pasiones bestiales que en esos casos empujaban los instintos destructores de la fiera humana que como “multitud inorgánica” es la más insaciable de las fieras conocidas’.” “Entonces –balbucea Chechi–, ¿estamos en presencia de una nueva ‘anarquía del año ’20’?” “¿Tiene alguna duda?”, dice, riendo gozoso, el gran historiador. “¿Cree que será peor que aquélla?” “Sin duda, los gauchos federales estaban bien alimentados. Estos son hambrientos. Se los van a comer a todos. A usted también, Chechi.” “¿Qué podemos hacer, profesor?” “Vea, jodansé. Yo, apenas sucedió eso de ‘la noche de los bastones largos’, ¿recuerda?, me rajé de este país. Se veía venir esto.” Destrozan todos los muros. Se apoderan de las armas de los custodios, luego de degollarlos o colgarlos de los faroles de alumbrado. Saquean las armerías. Arsenales incluso. Ahora son un ejército poderoso. Y son millones. Millones de hambrientos, marginados, desclasados, delincuentes, chicos que no murieron con el paco (arma con que la ciudad opulenta soñó eliminarlos: “Como Giuliani en Nueva York”, decían los optimistas), prostitutas, madres de doce hijos, boxeadores de clubes miserables, desocupados eternos, frustrados, humillados que se descargaban golpeando a sus mujeres, a sus hijos, pica- neados de todas las comisarías de la gran provincia. Todos marchan sobre Buenos Aires.
El ministro de Defensa se comunica con el jefe del Ejército, general Bustos. “General, aquí el ministro de Defensa.” “Lo escucho, señor ministro.” “Avanza una turba subversiva sobre nuestra ciudad. Prepare a sus hombres y salga a reprimirla. Tiren a matar. Sin contemplaciones, general. No quiero prisioneros, entiende.” El general Bustos responde: “Disculpe, señor ministro, pero el Ejército Argentino ya hizo eso una vez. No lo va a hacer de nuevo. Sé que ustedes, durante los últimos tres años, han reconocido esa guerra sucia. Pero nosotros no. Creemos que en ella se enlodó el honor del Ejército. Entiéndame bien: un ejército no está para fusilar hambrientos. Está para la defensa nacional del territorio. Para luchar contra otro ejército que intente atacarnos. Esos hambrientos no los creamos nosotros. Son obra de ustedes y ustedes se enriquecieron con el hambre de esos miserables. Hágase cargo, señor ministro. Mientras yo sea comandante en jefe del Ejército no voy a ensuciar a mis soldados para defender los intereses de los poderosos. Buenas tardes”. Cuelga el teléfono y el ministro de Defensa monta en cólera: “¡Todo esto se debe a la prédica subversiva de esa monstruosa marxista y, para colmo, mujer! ¡Esa montonera de Nilda Guerré! ¡Nos quedamos sin Ejército! ¡Los avivó a esos pelotudos! ¡Siempre nos hicieron la tarea sucia! ¡Esa puta, comunista, montonera polleruda los volvió inservibles! ¡Democráticos! ¿A qué enfermo se le ocurrió poner a una mina al frente del Ejército, por Satanás!”. Su secretario le informa: “Además, señor ministro, el comandante en jefe del Ejército se llama Bustos, como ese cabecilla que, en la Posta de Arequito, se le sublevó a Belgrano para unirse a los federales. Si esa sangre corre por sus venas, ¿qué otra cosa podía esperar de él la gente decente?”. “¿Y quién mierda lo puso?” “La ministra montonera, señor ministro.” “¡Guerré! ¡Esa zurda de Nilda Guerré! ¿Cómo pudimos darle el gobierno a esa pandilla de subversivos?” “Porque ganaron las elecciones, señor.” “¡Se acabó! ¡Nunca más habrá elecciones en este país!” “Si esa negrada sigue avanzando, me temo que no, señor. A propósito de la negrada, renuncio señor ministro.” “¿Cómo me va a abandonar en este momento?” “No hay mejor momento que éste para abandonarlo.” “¿Y qué piensa hacer?” “Lo que todo porteño de honor ha hecho siempre que los bárbaros se apropiaron de Buenos Aires: exiliarme en el Uruguay. Como Alberdi, Echeverría, Florencio Varela y José María Gutiérrez bajo Rosas. Como Borges, Adolfito Bioy y la espléndida Victoria Ocampo bajo Perón. Como los aviones de la Marina que bombardearon la Plaza en el ’55. Al último que llegó los amigos del Uruguay lo recibieron con vítores y aplausos. ¿Recuerda, señor? ‘Cristo Vence’ ¡Qué tiempos aquellos!” “Oiga, tenga cuidado. Recuerde que en el Uruguay también se exiliaron un montonazo de zurdos y los hicimos mierda con la ‘Operación Cóndor’.” “Señor ministro, ¿usted cree que estos negros de mierda van a montar una ‘Operación Cóndor’? Esas cosas las hace la gente bien, con estudios, con militares formados en la Escuela de las Américas o en la Doctrina Francesa de Contrainsurgencia. Ni los desdichados militares que ahora tenemos podrían hacerlas. Pobres infelices adoctrinados por la montonera Guerré. Adiós, señor.”
Saluda con una breve, veloz inclinación de cabeza; abre la puerta y sale. Busca su coche y parte en busca de su familia. Llega a su casa, estaciona y abre la puerta. Uno de sus niños –su más adorado, el predilecto– se bambolea colgado de una lámpara del techo. A su mujer, dos enormes negros se turnan para violarla en tanto ella le hace fellatio a un tercero, que apoya un revólver sobre su cabeza. Uno, que tiene una Itaka, se fuma toda esa marihuana purísima que le envían sus contactos en Colombia. Otro se le acerca y lleva una cabeza agarrada de los pelos: “¿Se acuerda de la Nélida, doctor Fernández Asquini?”. Porque el secretario se llama Claudio Domingo Fernández Asquini. “La Nélida” era la cocinera. El que tiene la cabeza es su jardinero, el buenazo de Romualdo. “¡Usted, Romualdo!”, exclama Fernández Asquini, “¡No lo puedo creer! ¡Traidor!” “Traidor a usted. Pero no a los negros como yo. Los traje aquí, doctor. Les dije que había marihuana de la buena, vinos carísimos, y su esposa, siempre bella, siempre sexy, llevo años excitándome con ella. Las pajas que le he dedicado, doctor. Fíjese, hoy se me dio. Ya me la violé dos veces. La tercera no. Porque me lo pidió ella.” Tira lejos la cabeza de la cocinera. “¿Dónde está mi otro hijo?”, exclama, rojo de furia, Fernández Asquini. “Fue lo primero que nos comimos.” Se arroja sobre Romualdo y busca su garganta. “¡Negro roñoso! ¡Negro de mierda! ¡Intruso, violador, ilegal desvergonzado!” Romualdo le da una precisa trompada en plena cara y el señor secretario del ministro de Defensa cae sobre un sillón. Ahora tiene la cara bañada de sangre. Romualdo y otros temibles bárbaros se le acercan. Entonces sucede algo milagroso. Fernández Asquini se pone en pie y de su boca, proviniendo del fondo de los tiempos, evocando otras injurias, otros atropellos contra las clases pudientes, salen palabras de Esteban Echeverría, de su cuento inmortal “El matadero”, esa terrible historia del unitario que los sanguinarios federales ultrajaran durante la cuaresma de ese año que Echeverría no precisa pero que ha de ser 1835 o 1836, porque Fernández Asquini grita: “¡Infames sayones! ¿Qué intentan hacer de mí?” “Infames, ¿qué?”, dice un negrazo totalmente en pedo y más alegre que nunca en su vida; una vida, para decir lo justo, de mierda con el añadido de saber que, de esa mierda, jamás saldría. “¡Deberíais andar en cuatro patas como los lobos!”, sigue chillando el ex secretario. “¡Desnúdenlo!”, ordena Romualdo. “Primero degollarme que desnudarme, infame canalla.” Romualdo se encoge de hombros. Jardinero al fin, agarra su azada –que ha traído con él– y de un solo, eficaz, absolutamente profesional movimiento de su musculoso brazo derecho separa limpiamente la cabeza de Fernández Asquini del tronco del secretario del ministro de Defensa, que vienen a ser la misma persona. “¡A la mujer no la toca nadie, carajo!”, ordena en seguida Romualdo. “Es para mí. Me la llevo yo a la toldería.” Nadie podría creerlo, pero en el delicado rostro de la mujer de Fernández Asquini se dibuja una sonrisa sensual, profana, prostibularia y gozosa.
A bordo de un helicóptero Huey, Ceci Giménez desciende en la terraza de su Penthouse, en Libertador y Salguero. Es una mujer que no duda. Todo en ella es celeridad, vértigo. Hay que huir. El país está ardiendo y no habrá televisión por varios meses. No habrá rating. No habrá a quién vencer. A quién humillar. Los habituales descerebrados, esos divinos, amorosos seres que todos los días la miran bobamente, no estarán. No se puede vivir en un país inestable, en peligro. Amenazado por esos negros de mierda, brutos, drogones, alcohólicos, asesinos, sumidos en todo tipo de depravaciones sexuales. Tiene que retirar dinero –mucho dinero, dólares desde luego– de una caja fuerte que tiene en un rincón inhallable del living. Apresura sus pasos. Durante los últimos dos o tres años le cuesta caminar con la agilidad de antes. Le pesan esas piernas voluminosas, con esos tobillos tipo maceta, que han sido una fatalidad insuperable en su vida de éxitos, que se habrían elevado al doble o más de no haber mediado esa desgracia, esas piernas de mierda que hicieron exclamar a la doctora Aslan el triste día en que la vio: “Ceci querida, ¿qué quieres que haga yo con eso? Soy sólo una estafadora de seres desdichados y patéticos con sus cuerpos en abismal decadencia. No soy Dios, hijita”. Pero no importa. Nada la detuvo. “Y ahora me rajo de este país de mierda. Me llevo todos los dólares y me voy a tomar sol en Miami y a beber daikiris con esos pendejos rubios y dorados que se te aparecen hasta en el baño.” Entra en el living y queda paralizada por el horror. No hay un solo mueble. El despojamiento es absoluto. Pero, en el medio, imponente, está la guillotina. Aparecen diez, veinte negros. “¿Te gusta, Ceci? Nos la afanamos de la Penitenciaria. Es la misma con que le cortaron la cabeza a Aníbal Torres, ese pendejito de 13 años, ¿lo ubicás, no?” Otro, uno muy alto, desdentado, con una cicatriz que le cruza la cara, dice: “¿Sabés que nosotros estamos a favor de la Ley Giménez? El que mata tiene que morir”. Se ríen como locos. Algunos saltan de alegría o de furia, difícil saberlo. Aparecen los cuatro chihuahuas de Ceci. Uno de los negros se apodera del más pequeñito y lo quiebra en dos partes. El chihuahua emite un quejido agudo, final. “¿Cuánto quieren, negros de mierda?”, arremete Ceci, “No perdamos tiempo. ¿Diez mil, veinte mil dólares? ¿Más? Tengo más. ¿Cien mil, doscientos mil? ¡Hablen, carajo!” “Queremos aplicarte la Ley Giménez.” “¿Qué Ley Giménez ni qué mierda? Yo no maté a nadie.” “¿Estás segura, Ceci?” “Segura, alacranes. Abran paso. Tengo que irme.” El negrazo alto, desdentado, con la cicatriz, dice: “Nosotros también tenemos otras cosas que hacer. Así que hagamos esto breve. A ver, compañeros, ¿de la muerte de quién se acusa a Ceci Giménez?”. “¡De la muerte de Aníbal Torres! Sin Ley Giménez el pibe no moría. Esa ley lo mató”, exclaman todos. La señalan con sus índices despiadados: “¡Vos lo mataste, perra!” “¡Yo no maté a esa laucha asesina!” “Compañeros, si Ceci Giménez mató al niño Aníbal Torres, ¿qué pena le corresponde?” “¡Morir!” “¿Por qué?” “¡Porque el que mata debe morir!” “¡No, no, no! ¡Por favor, no!”, suplica la diva. Le meten la cabeza en la guillotina y dejan caer la cuchilla. La cabeza rubia se desliza sobre el parquet de roble de Eslavonia y rueda como una pelota. Los chihuahuas juegan alegremente con ella. Los justicieros se llevan la guillotina con la cuchilla ensangrentada –piensan usarla con algunos otros famosos personajes– y se van.
Los negros llevan horas apropiándose de la ciudad. Se comen todo lo que encuentran. Agarran los niñitos de esos cochecitos tan lindos de color celeste o rosa y –ante los alaridos de las madres– se los devoran vivos. Luego ametrallan a las buenas señoras. “¿De qué mierda van a servir nuestras cacerolas?”, se preguntan, con impecable lógica, algunas. “¡Llamen al campo!”, gritan otras. Inútiles propuestas. “Todo esto tenía que suceder”, piensa un escritor del diario marxista sionista, uno que se quedó en el país. Toma un café con Osvaldo Bayer. El viejo Bayer ve llegar a los negros enfurecidos por la avenida Santa Fe. Toma, con su amigo, algo más joven que él, una cerveza en una mesa con sombrilla de Santa Fe y Callao. “¿No son hermosos?”, comenta. Se les une Norberto Galasso. Pide un café. “Es un tango lo mío –comenta Norberto–, ‘El último café’.” “¿Nos podremos unir a ellos?”, pregunta el escritor que lee algo de Heidegger, un poco al pedo a decir verdad. “No –dice Osvaldo–, mirá cómo estamos vestidos. Luchamos por ellos pero no somos como ellos. Nos van a matar como a cualquiera. ¿No vas a hacer el papelón de ir a hablarles, no?” “Prefiero morir a hacer el ridículo”, dice el escritor. Galasso los mira con embeleso: “Miren, qué contento estaría el compañero Scalabrini: el subsuelo de la patria sublevado”. De pronto ven aparecer al casi ingeniero Blumberg. Tiene cara de loco. Se acerca a la muchedumbre. Alza los brazos. A su lado, el rabino Bernstein. “Paz, hermanos”, empiezan a decir. “Dialoguemos. Sólo queríamos seguridad. No hacerles daño”, dice Blumberg. “Dios es de todos. Nos ama a todos. Si somos fieles a él haremos una patria que nos cobije a ustedes y a nosotros –dice el rabino–, una patria para vivir en libertad. ¡Libertad, libertad, libertad para todos!”, remata desdiciéndose de afirmaciones anteriores. Pero los invasores no son tontos. “Callate, hipócrita –le dice uno–, vos proponías ‘seguridad’ en lugar de ‘libertad’.”. La muchedumbre feroz, hambrienta, sedienta de todo, oscura, sanguinaria, les pasa por encima, los aplastan, las tripas, los sesos, los intestinos de los dos pacificadores quedan para los perros, que –dicho sea de paso–, viven una jornada de gloria. Ahora se acercan a los tres compañeros que esperan sentados a esa mesa y mirándolos con admiración. “Muchachos –les dice Osvaldo Bayer–, estamos con ustedes. Sigan, que no quede nada en pie. Tampoco nosotros.” Alguien se dispone a hundirle un puñal en el pecho. “¡Un momento! –se oye–. ¡Ese es don Osvaldo Bayer, carajo! Este viejo es de los nuestros.” “No, muchachos, yo soy un burgués como cualquier otro. Mátenme.” El que lo reconoció se adelanta: “Usted dio varias charlas en nuestras villas miserables, don Osvaldo. Se ocupó de nuestros compadres los indios. No lo vamos a ofender”. Muchos lo quieren achurar y dejarse de joder y seguir adelante. Pero el salvador de Osvaldo tiene pasta de jefe. “¡Basta, hijos de puta! ¡A Osvaldo no lo toca nadie!” “¿Cómo te llamás, pibe?”, pregunta Osvaldo. “Matasiete.” “Igual que uno de los gauchos de ‘El matadero’”, dice el escritor. Y Matasiete, de golpe, lo mira a Norberto y dice: “¿Y usté no es Norberto Galasso?”. “Sí, pibe.”. “Se viene con nosotros, don Norberto. ¿Y este boludo?” señala al escritor. “No me gusta. Tiene cara de judío.” “No –dice Osvaldo–, yo lo quiero mucho. En los noventa creía que se nos perdía porque le filmaron una novela en Hollywood. La Columbia Pictures. Pero mirá: no. Siguió en la misma.” “Probar la tentación y no ceder a ella es más difícil que no ceder por no probarla nunca”, dice el escritor que sigue leyendo a Heidegger. “¿Qué mierda quiso decir?”, pregunta Matasiete. “Vos dejalo. Cuando escribe lo entienden todos”, dice Galasso. “Bueno, muchachos, algunos intelectuales vamos a necesitar” –dice Matasiete–. “¡Se vienen con nosotros! Pero, don Osvaldo. Háganos un favor, quiere. ¡Lleve usted nuestra bandera!” Y le dan a Osvaldo la pica con la cabeza de Aníbal Torres. “¡Qué honor, muchachos!”, dice Osvaldo, “Gracias.” “Vamos –dice Matasiete–, ¡a comernos todo lo que queda!” Al rato, se le acerca al escritor: “¿En serio estuviste en Hollywood, cara de ruso?”. “Sí.” “Y las minas, ¿qué tal?” “Nada del otro mundo. Cartón pintado. Aquí, entre las tuyas, tenés cada morocha que les da veinte vueltas.” Y allá van. Con don Osvaldo Bayer al frente en la jornada más gloriosa de su vida.
El ministro de Defensa –ahora solo en su despacho– tiene una idea genial. Se comunica con el presidente de los Estados Unidos, William Peterson, un republicano sanguinario que se impuso con fraude y es el principal sospechoso del asesinato de Barack Obama. “Señor presidente –dice el ministro de Defensa–, hemos detectado que entre la multitud que invade Buenos Aires hay miles de terroristas islámicos. Algunos, incluso, han creído ver al mismísimo Bin Laden.” “Ya mismo actuamos”, dice Peterson. “No en vano el mundo se ha globalizado y la lucha contra el terrorismo también. Cuelgo con usted y doy órdenes para que treinta aviones con misiles nucleares vuelen a Buenos Aires.” “Pero, señor presidente –dice el ministro de Defensa–, así no va a quedar nada en pie. Ni siquiera yo.” “¿Y a mí qué mierda me importa? ¿Desde cuándo el gobierno de los Estados Unidos de América se preocupa por los daños colaterales?” En menos de tres días nada queda en Buenos Aires. Ni un edificio ni un ser humano. Es, por fin, la ciudad más segura del mundo.
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