jueves, 24 de febrero de 2011

Más ágora y menos rosca. Recuperamos la plaza gracias a Néstor.


POR: MÓNICA OPORTO
A Mario Marolla, un compañero que advirtió la necesidad de recuperar la plaza y acuñó la frase que da título a esta nota.

PLAZAS GRIEGAS, ROMANAS Y FEUDALES.
¿Por qué, nos podríamos preguntar, han sido tan importantes las plazas?. La interrogación está referida a la plaza como espacio público, de participación, de interacción. Y hubo una repetición en diversas sociedades. Por ello la duda es ¿cuándo el poder permitió esta multiplicidad de actividades y cuándo las prohibieron? Acaso ¿se beneficiaba el poder –político o religioso- con el apoderamiento del espacio público? Por último ¿Cuál es el papel que cumple la plaza hoy?
El puntapié inicial lo dieron los griegos. Éstos, con la racionalidad que los caracterizaba, planificaron el espacio de sus ciudades: enclavado en la parte más alta de la ciudad (polis), la acrópolis, estratégicamente ubicada allí para poder detectar cualquier movimiento enemigo en caso de enfrentamientos bélicos, tan corrientes por entonces. En el centro de la acrópolis: el ágora, corazón político, lugar de reunión de los griegos para la discusión, el discurso, la toma de decisiones. La diástole y sístole de la polis.El ágora era ese espacio abierto que aunaba la característica de centro del comercio y de la vida social, religiosa y política; a su alrededor además se ubicaron edificios privados y públicos de importancia, es decir que se trata de lo que actualmente conocemos como plaza.
El ágora trascendió al tiempo y a las diferentes poleis (plural de polis). La influencia griega se extendió no sólo a Europa y Asia, sino que llegó a América con la llegada de los españoles. La misma actividad y la palabra política deriva de la actividad que se desarrollaba en la polis. En definitiva, ágora-plaza era-es un espacio público para el ejercicio de la vida política, organizativo, pensado para la participación y la decisión, centro del cual partirían decisiones fundamentales, desde aristotélicos tiempos.
Los romanos adoptaron esta idea de espacio para la congregación multitudinaria y monumental, obligatoria como participación pasiva para los sectores plebeyos, y activa para los miembros del patriciado. En éstos últimos se centralizaba el rol principal en los ritos religiosos y festejos del Estado cuando Roma logró la fórmula catalizadora de los grupos asentados en las siete colinas fundadoras que se “pusieron la camiseta” como romanos. Esa unificación -de las siete colinas- logró que Roma dejara de ser sólo un pueblo de campesinos, pero puso al descubierto su afán por la expansión. Para los romanos, la plaza cumplió un papel similar al ágora: fue sede religiosa y política, para los actos que congregaron multitudes, pero distinta en su valor estratégico. Por ejemplo, en la plaza de Campidoglio (Capitolio, en Roma) que fue ubicada en la cima de la colina capitolina, se levantó el Templo de Júpiter –el más grande y de mayor importancia de Roma-.
Más aún: si vamos al origen de Roma, podemos hallar que nació como una plaza, con forma de plaza. Cuenta la leyenda que cuando Rómulo y Remo, los dos míticos fundadores, discutían el lugar donde erigir la ciudad, Rómulo trazó un recuadro con un arado en lo alto del monte Palatino, estableciendo que esa sería la delimitación de la nueva ciudad. Con la unificación de los pueblos asentados en los alrededores nacería la Roma Quadrata.
Durante la Edad Media se profundizó el concepto de plaza como sitio de demostración de autoridad y poder, tanto religioso como político, y a su vez, espacio de socialización. En las plazas se llevaban a cabo los autos de fe, ahí compadecían los condenados para la sanción pública, el espectáculo de la humillación o de la “sanción ejemplificadora”; tanto como el armado de ferias y mercados. En todo caso la plaza constituía un espacio de espectáculos para el pueblo: el de bufones y payasos de toda monta, que hacían reír, o los de las “ejecuciones ejemplificadoras” o más bien actos de búsqueda de sumisión y pasividad frente al poder terrenal y el celestial.
Lo cierto es que por entonces la plaza ordenaba la vida social, en una doble acepción del término: indicaba el orden que debía observar la sociedad, tanto como transmitía la orden de la autoridad. Se perdía el espacio público para la participación (al estilo griego), transformado en un ámbito más del poder terrenal (monárquico) y celestial (iglesia).
NUEVOS TIEMPOS: LA MODERNIDAD Y LA CONTEMPORANEIDAD.
Recién durante la Edad Moderna un sector de la sociedad puja por posicionarse y en esa lucha ocupa espacios. La calle-plaza es el primer lugar en el cual se moverá en busca de los derechos habilitados a la nobleza y al clero. La burguesía se “desmarca” desempeñando un papel central en los hechos posteriores, en los cuales logra un posicionamiento económico y político arrollador. La calle y la plaza dejan de ser territorio no permitido, interdicto para el pueblo, y cobra una importancia fundamental como espacio de reclamo, de acción colectiva, y de búsqueda de legitimación de un sector reforzado por su crecimiento económico. Es en el espacio público en que se dirime su búsqueda de reconocimiento y diferenciación frente a los sectores privilegiados nobiliaramente y a los sectores bajos de la sociedad.
El espacio público –calle, plaza- incluiría a un nuevo actor social que se animaba a pelear su lugar y se sumaba al poder terrenal y celestial agregando el económico. Se sentaba a la mesa del poder, lo había disputado y lo ganó. Sin embargo, aún quedaba afuera del debate la multitud de trabajadores que asistirían todavía mirando desde lejos o, por lo menos, haciendo de extras en la película social.
Durante los siglos XVII-XVIII la plaza se consolidó como lugar de manifestación de ideas, reclamos y planteos, donde se puso en cuestión el poder.
LA PLAZA EN AMERICA
En América las ciudades -fundamentalmente ciertas capitales como México, Lima, Buenos Aires- constituyeron pequeñas sociedades urbanas erigidas de acuerdo con las Leyes de Indias, las que disponían de manera central, en un ámbito trazado en forma de damero, una plaza a cuyo derredor se ubicarían ciertos edificios. Clara herencia greco-romana trasladada a España y de allí pasó a nuestra América .
Los españoles legislaron sobre la forma y la orientación de las plazas, resaltando su centralidad no sólo desde el punto de vista de su ubicación sino por la posibilidad de la interacción vecinal que representaba. La legislación preveía que la plaza fuera rodeada por edificios representativos del poder (gobierno, iglesia).
En Buenos Aires la actual Plaza de Mayo nació de la fusión de dos espacios: por un lado la Plaza de la Victoria (nombre original luego cambiado por el de Mayo), y por otro el espacio que ocupaba el fuerte (residencia de las autoridades) a partir de la demolición de la Recova Vieja que se hallaba en el medio. Hoy es un espacio público cuyos lados están rodeados por: la Casa de Gobierno, la Catedral Metropolitana, el Banco Central y el gobierno de la Ciudad de Buenos Aires... aunque hubo momentos en que fue el pueblo el que “rodeó” a estos poderes y desvió el curso de una historia… pero ya volveremos sobre este tema más adelante. Este sector cobrará voz y voto a mediados del siglo XX.
La plaza de Buenos Aires fue escenario y testigo de muchos momentos donde la participación popular constituyó un eje de vital importancia para producir quiebres y continuidades o cambios. Así, por ejemplo, el movimiento de mayo de 1810 que desplazaría el poder español ubicando a sectores de criollos afines al poder económico inglés; o, en las antípodas, el movimiento del 5 y 6 de abril de 1811 que representó fuertemente a la “plebe” de criollos, de los sectores bajos, una multitud reunida en los Corrales de Miserere que avanzó hacia la Plaza de la Victoria –espacio reservado sólo a sectores sin inserción popular- para presentar un petitorio impulsado por los alcaldes de quinta de barrios, los tenientes de cuartel. Esa “pueblada” tenía como objetivo no sólo ocupar el espacio para el reclamo, sino para plantear la expulsión de Buenos Aires de todos los europeos de cualquier clase y condición, y exigir el abandono de la Junta de gobierno de las facciones de intrigantes y extranjerizantes –luego conocidos como cipayos-: los morenistas, la sociedad patriótica. Era el enfrentamiento entre la periferia –popular- y el centro de poder asociado al poder hegemónico. La plaza quedaba ocupada por la gente de la periferia, la mayoría paisanos. Y aunque el resultado no fuera el esperado, sirvió de advertencia popular, sirvió para marcar el territorio como para volver… y volvieron mas de una vez.
Aun deberían pasar algunos años de idas y vueltas hasta que los sectores populares reconquistaran el espacio-plaza.
OCTUBRE DE 1945.
“Nosotros no hacemos la crónica, señor Pereira, eso es lo que me gustaría que entendiera. Nosotros vivimos la Historia…” Antonio Tabucchi. Sostiene Pereira.

Hasta octubre de 1945 la plaza fue un espacio indiscutible del poder hegemónico, que se vio disputado por un nuevo actor social que asomó de a poquito a partir de la crisis de 1930. Ese sector trabajador, obrero, laborioso sólo encontraría voz a través del Peronismo. Aunque hubo pioneros, que no actuaron azarosamente sino por convicciones sociales, por lograr su organización, sin recibir otra cosa que una respuesta violenta por parte de los gobiernos del statu-quo que se encargaron del despeje del espacio público siempre por la fuerza.
La utilización de la violencia se produjo a lo largo de la historia nacional, pero para dar dos ejemplos y no abundar diremos que durante la segunda presidencia de Julio Roca se dictó una ley de Residencia de extranjeros, la N° 4144, por la cual se deportaba a todo extranjero que participara o que promoviera ideas o actos contra la “conciencia nacional”. La ley estaba dirigida básicamente a los trabajadores de origen extranjero organizadores del movimiento obrero que luchaban por leyes en defensa de la dignidad humana. La represión fue en aumento: a medida que los reclamos ganaban espacio público (calles y plazas) desde el gobierno eran obligados a replegarse y a perder territorio, siempre aplicando el uso de la fuerza represiva o coactiva. El poder –en este caso, el poder “terrenal”- no consentía en incorporar un actor más a un espacio donde ejercía su hegemonía. Otro acto de esta naturaleza se produjo un 1° de mayo de 1909 en que los trabajadores fueron reprimidos y, hasta asesinados, por las fuerzas al mando del jefe de Policía, coronel Ramón Falcón.
Tuvo que llegar un 17 de octubre de 1945 para que el –hasta entonces- convidado de piedra sector de trabajadores, hiciera ocupación efectiva de un espacio que ya nunca abandonaría. Se posicionaría en un espacio hasta ese momento parte del botín de los poderosos. La plaza recupera su función de ágora en aquella gloriosa pueblada de octubre y fija una tradición para propios y para ajenos, dado que la multitud presente en Plaza de Mayo sería replicada en cuanta ocasión se presentase la necesidad de un amplio reclamo o la legitimación y el apoyo. La plaza volvía a ser el ágora y el movimiento obrero el nuevo actor que se incorporaba a la hora de las decisiones.
Una década le tomó a las fuerzas de la antipatria volver a caer sobre estos orilleros del siglo XX, y con una violencia sólo superada por la feroz represión desplegada por los golpistas del 24 de marzo de 1976. Pero “la plaza” se “resistió” y no hubo decreto ni violencia que la frenara. La reprimían por un lado y aparecía en otro. Las plazas se multiplicaron en mil compañeros. Mil flores. Treinta mil.
En diciembre de 2001 el espacio de la plaza fue el lugar de la eclosión, de la respuesta popular contra las consecuencias del neoliberalismo imperante y sus efectos nefastos. Fue una plaza con casi 40 muertos. Una plaza de desesperanza, de descreimiento, decepción, pero a su vez se notaba que se estaba pariendo algo nuevo para que la plaza volviera a ver caras de felicidad y no cabezas ensangrentadas por la violencia.
Sólo la obra de un hombre con la capacidad y la voluntad política de devolver la plaza a los verdaderos propietarios, de lograr el regreso a la ocupación del espacio y de esa presencia para la praxis. Ese hombre es Néstor Kirchner. Fue por su fuerza y su determinación que no sólo se volvió a la plaza sino que se recuperó la confianza y las ganas de ocuparla con alegría. Porque se recuperó primero la confianza en un dirigente. Esa confianza perdida en aquellas jornadas del “que se vayan todos”.
La plaza volvió a ser un lugar de afirmación y de lucha, de participación y legitimación, del agradecimiento a la palabra y al haber cumplido con la palabra. Una plaza de reivindicación de la política y, sobre todo, una plaza joven, porque se demostró que las convicciones revolucionarias no se dejaban en la puerta de la Casa de Gobierno.
La plaza y la calle pasaron a ser otros lugares recuperados. Para la lucha, para la militancia. Yen ese vendaval popular hasta recuperamos los lugares que antes eran para el asesinato y la tortura y los hicimos espacios libres. La plaza recobraba su sentido primigenio, el de los actos de la polis.


Barrow, R. H. Los Romanos, México: Fondo de Cultura Económica, 1975
Kito, H.D.F. Los griegos, Buenos Aires: EUDEBA, 1993
Romero, José Luis. Latinoamérica: las ciudades y las ideas, Buenos Aires: Siglo XXI, 1976